Llegó la lluvia, fortuita y espontánea, siempre oportuna. cortando el sórdido hilo de bulla hueca de madrugada.
Llegó el silencio que necesitan las palabras para detenerse a cavilar sobre sí mismas .
Llegó el agua para constatar que el fuego vive, que éste quema a los vivos, y que aun así no lo es todo.
Llegó esa bocanada de aire fresco que a veces se pierde entre el mundo y mi mundo.
Llegó como el despertar de esa musa aletargada que se hace esperar por más de mil noches frías y secas.
Llegó la parsimoniosa tempestad que confirma que en la guerra eterna, la paz es real.
Llegó el onírico canto de las sirenas. Ese canto que no hunde, pues por el contrario, eleva.
Llegó ese característico estruendo, a cuenta de la gravedad y sinfín de acepciones físicas, sin implicar más que, inclusive cuando el tiempo se detiene, el mundo sigue girando.
Se derrama un vaso de agua, evocando cada sed ignorada al ensimismado caminante de las tundras. Cada sed del cuerpo, cada sed del alma.
Imploré por unos instantes eternos más, pero poco a poco se desvanece, como este efímero escrito.
Vino y se fue.
Me fui y volví.