Madrid
Yo dedico
mis días a deambular por esta hermosa ciudad de mierda,
a
restregar mis gomas blancas sobre este suelo polvoriento
con
olor a tierra y yerbajos calcinados, a alquitrán y meado añejo,
a
contar las hojas resecas y las latas de cerveza aplastadas,
a
hacer en silencio inventario de lo inservible:
panfletos
ideológicos, colillas machacadas, muelas derruidas,
prendas
del bazar tendidas al sol, niños narcotizados,
libros
de metafísica abandonados a la suerte de alguna sucia esquina,
poesía
inflamable en dialectos de resentimiento de alcantarilla.
Escucho
en las tabernas prehistóricas a prehistóricos cantineros testificar
resignados
en
medio del barullo y del circo, con una sabiduría de décadas
viendo
hombres desnudos e intoxicados mear las paredes de los baños.
Tropiezo
con ex boxeadores borrachos de ojos rojos,
con
eminencias médicas vendiendo biblias de segunda mano,
e
ideólogos recalcitrantes con Síndrome de Estocolmo.
Así es
como nos ve alguien desde arriba, así piensa el político en medio del
burdel.
Esta
ciudad es un sopor de festival por la madrugada,
es un
buzo hiperventilando óxido en terrenos baldíos,
un
desfile de ancianos paseando por el parque,
una
mezcla incierta de coca y pladur,
una
orgía de lenguas filosas, de sudores de mediodía y hedores secos de metro,
un
sueño opulento de ascensor, un silbido sospechoso entre la basura.
Yo
escupo sobre los ojos adoquinados de un callejón
y
amanezco abrazado al banquito frente a mi portal.
Celebro
mi soledad compartida con esta hermosa ciudad de mierda,
la
prosopagnosia colectiva de perro pánfilo,
los
restos de tapas y besos secos sobre el pavimento,
y me
mareo en micros abiertos entre ángeles anónimos
mientras
Dios aguarda enfurecido en una estación de trenes
al
tren de nunca llegar.
Esta
ciudad está llena de malabaristas, de zorros viejos,
de
pupilas dilatadas, de artistas del escape,
que se
mofan de una muerte tímida, de una muerte mediocre, de una muerte
obesa,
de una
muerte de cola de pensionista.
Yo me
pierdo sobre estas calles calcadas y me hundo en el agua con cal
mientras
amaestro estas suturas traslúcidas,
y voy
con mi aspecto de peatón anónimo diluido en resignada conformidad
fiscal
mientras
los minoristas, mientras los vendedores ambulantes
de
réplicas de carteras y sueños de ampolla
gritan
el precio de sus vidas desperdiciadas
y un
diputado se da golpes de pecho en televisión abierta
proclamando
las medallas del hambre y la miseria.
Y las
doñas de concursos televisivos, los policías de la moral, los transeúntes
de la
impotencia
cantan
al unísono un himno de antaño mientras la ciudad se sacude
con la
dulce sonrisa de la mujer que quiero,
con la
voluptuosidad de los orgasmos madrileños.