Hay mañanas en las que despertar no es otra cosa sino un plano proceso químico más, marcado por el compás de unos cuantos grisáceos y opacos impulsos nerviosos, y que abrir los ojos no aporta nada más que una crónica y desgastada repetición de imágenes que, en alguna bifurcación, quedaron huérfanas de símbolos denotados o connotados.
Hay mediodías en los que el diminuto morral se ve tan hueco y vacío como en el amanecer, mas el sol, las nubes, el vuelo de las aves, el patio trasero de mis pupilas, o sea lo que sea, pronostica que, al caer la penumbra, dicho morral contendrá aun menos cartuchos o balas disparadas. Y aun así, no obstante, pesará un poco más.
Hay tardes tan nefastas como engañosas; verdaderas oportunidades disfrazadas de las falsas, que juegan a placer con la balanza de un día cualquiera. Muy tarde y muy temprano para rasguñar la puerta, en lugar de dar uso a un picaporte que parece no obedecer a aquellos carentes de certeza alguna. Y aparece fulminante la idea de una cárcel en la que guardias y reos poseen el mismo rostro.
Hay noches en las que quisiera abandonar techo y sumergirme en el, complejo por definición y caótico por indolencia, sistema vascular de esta puta ciudad. Eso, aunque sea, para tener la potestad de dar el último botellazo, o por lo menos el primero, solamente en el caso de no poder propinar ambos.
Hay días en los que las agujas del reloj, con sus implacables y molestos sonidos característicos, señalizan medidas ausentes de sentido alguno. Pequeñas flechas que apuntan hacia un sendero donde el tiempo ya no existe más, aunque, irónicamente, las horas siguen apareciendo dibujadas cada segundo.
Hay días -y bastantes- en los que el longevo lápiz, posado sin desparpajo alguno sobre la mesa, aguarda impaciente a escribir algo, sensato o insensato, lúcido o delirante, aunque, sin lugar a dudas, verosímil. Pero las hojas blancas, inmaculadas o en condiciones deplorables, obstinadas preguntan y preguntan: ''¿Es que a ese lápiz le falta punta, o simplemente no hay nadie que se atreva a tomarlo ni siquiera para plasmar garabatos sin razón ni sentido aparente?''
Hay días en los que los espacios entre palabras se presentan, inexorablemente, demasiado largos como para ser cruzados, o en los que la bulla se inmiscuye, sin permiso ni invitación, entre las notas y los silencios de la música, dando a luz a sórdidos y desagradables ruidos, que ahuyentarían del ansiado orgasmo hasta al más burdo, vulgar o terrenal de todos los oídos.
Hay días en los que el placer no es más el placer, ni el dolor sigue siendo el dolor, sino meras sombras o desfigurados atisbos de lo que solían ser, pues se hallan diluídos en el caldo de la monotonía y el sinsentido. La mezcla perfecta para el ideal brebaje insípido.
Hay días en los que el angustioso esfuerzo por emprender se difumina hasta verse a sí mismo convertido en una moneda tan devaluada como el bolívar, y en los que la dialéctica parece haber perdido pies y cabeza. Días en los que la ruleta repite y repite sin miramientos su caprichosa elección; una en la que permanecer inerte significa dar un paso hacia atrás, y que tambalear una pisada hacia adelante implica dar dos zancadas en sentido contrario.
Hay días en los que el mismísimo vicio -elija usted cuál, pues la carta es amplia y variada- pierde sus anheladas propiedades anestésicas, y que en ese mismo espacio vacío encaja, con medida justa y correcta, una alarma incesante en su incremento de decibeles, tumbando la más endeble y precaria de todas las construcciones. Esa tan fácil de montar como de hacer colapsar. Y no es un rancho como los tantos que abundan y ennegrecen el panorama de una ciudad reducida a cenizas antes de que se pueda divisar el polvo, volando en cualquier dirección en medio de la nada. Me refiero al último bastión de los desahuciados de la paz: el silencio.
Hay días en los que simplemente me siento deprimido.
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