jueves, 12 de abril de 2018

Mis hijos no pueden nacer

En ese nudo atemporal donde entrelazan la vigilia y el letargo, sin ser ni lo uno ni lo otro sino más bien lo opuesto, escucho cada vez sus sollozos. Los de todos ellos. Los de mis hijos, que no pueden nacer.
 
Son mis hijos, y son hermosos. Todos y cada uno de ellos. Los que sonríen tanto como los que no. Aunque no hayan sido concebidos. Aunque deseen nacer y no puedan.

Ansiábamos ser humanos en tanto soñábamos con ser divinos. Erigir coliseos, obeliscos, quimeras y leviatanes. Lavar nuestros rostros y pies cada noche. Arrojar semillas en los vastos valles y echar chispas en ocasionales arrebatos de pasión y de cólera. Como dioses pintando mayestáticos lienzos. Como críos sacudiendo cunas, con la espada de Damocles pendiendo sobre ellos, desdeñándola.

Volví años después con vello cubriendo mi semblante. Contemplé la bóveda celeste, la gran maquinaria. Y entonces lo supe: me había dejado sin opciones.  No podía crear más. El río de la vida ha sido obstruido. El árbol genealógico ha sido castrado.

Miré al suelo y allí lo vi, a aquel diminuto espantajo negro. Taciturno e inexpresivo. Sintético, una mera sombra de la reproducción natural. Incapaz de alzar el velo de lo etéreo, incapaz de tocar a los ángeles.

Es sólo y apenas materia cruda colapsando sobre sí. No corresponde a los cielos, sino más bien a esta infertilidad interpuesta entre Dios y yo. 

La naturaleza a veces se fuerza sobre sí misma, abriendo nichos para las aberraciones más inconcebibles. Es, a veces, soberbia, aunque todo lo sepa.

Segundo a segundo, alarga su silencio, haciendo retorcer a mis hijos. Haciendo sus llantos más frecuentes día a día. Tentándome a tomar el viejo hacha y a hacer lo que solamente podría hacer un hombre.

Pero me inundan las innumerables mudanzas de piel y humores bajo alas semitransparentes de los emisarios, y, más importante aun, veo, algún día y segmentos después, a mis hijos, variopintos, riendo con desaforo, hasta que se cierran sus pulmones, hasta que estallan, una y otra vez. De principio a fin, de fin a principio.

La naturaleza a veces se fuerza sobre sí misma, abriendo nichos para los milagros más inusitados. Es, a veces, divina, aunque carezca de planes.

Mis hijos posan sus miradas inocentes sobre el horizonte.