Son mis hijos, y son
hermosos. Todos y cada uno de ellos. Los que sonríen tanto como los que no.
Aunque no hayan sido concebidos. Aunque deseen nacer y no puedan.
Ansiábamos ser humanos en
tanto soñábamos con ser divinos. Erigir coliseos, obeliscos, quimeras y
leviatanes. Lavar nuestros rostros y pies cada noche. Arrojar semillas en los
vastos valles y echar chispas en ocasionales arrebatos de pasión y de cólera.
Como dioses pintando mayestáticos lienzos. Como críos sacudiendo cunas, con la
espada de Damocles pendiendo sobre ellos, desdeñándola.
Volví años después con vello
cubriendo mi semblante. Contemplé la bóveda celeste, la gran maquinaria. Y entonces
lo supe: me había dejado sin opciones.
No podía crear más. El río de la vida ha sido obstruido. El árbol
genealógico ha sido castrado.
Miré al suelo y allí lo vi,
a aquel diminuto espantajo negro. Taciturno e inexpresivo. Sintético, una mera
sombra de la reproducción natural. Incapaz de alzar el velo de lo etéreo,
incapaz de tocar a los ángeles.
Es sólo y apenas materia
cruda colapsando sobre sí. No corresponde a los cielos, sino más bien a esta
infertilidad interpuesta entre Dios y yo.
La naturaleza a veces se
fuerza sobre sí misma, abriendo nichos para las aberraciones más inconcebibles.
Es, a veces, soberbia, aunque todo lo sepa.
Segundo a segundo, alarga su
silencio, haciendo retorcer a mis hijos. Haciendo sus llantos más frecuentes
día a día. Tentándome a tomar el viejo hacha y a hacer lo que solamente podría
hacer un hombre.
Pero me inundan las
innumerables mudanzas de piel y humores bajo alas semitransparentes de los
emisarios, y, más importante aun, veo, algún día y segmentos después, a mis
hijos, variopintos, riendo con desaforo, hasta que se cierran sus pulmones,
hasta que estallan, una y otra vez. De principio a fin, de fin a principio.
La naturaleza a veces se
fuerza sobre sí misma, abriendo nichos para los milagros más inusitados. Es, a
veces, divina, aunque carezca de planes.
Mis hijos posan sus miradas
inocentes sobre el horizonte.
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