jueves, 21 de noviembre de 2019

...Y yo sigo igual

He visto cosas que no comprenderías porque las has examinado ya hasta el hartazgo. He observado al viejo reloj soltarnos la correa para correr, siempre cautivos, hasta el día del ajuste de cuentas.

He contemplado un par de centenar de veces, más o menos, la ignición etílica con la que nos libramos de la culpa del incendiario. He visto directamente a los ojos, a la espalda y a las patas escabrosas del horror de una noche de sobriedad.

He visto preguntas cruzar, como moscas al vuelo, mi cerebro de extremo a extremo. Me he preguntado qué soy, quién soy, cómo soy y por qué soy, y mientras más me conozco, más se dilata el espacio entre pregunta y respuesta.

He visto enemigos tenderse la mano mientras yo recordaba a Caín y Abel. He observado con un ojo el mundo detenerse, y con el otro cómo sigue girando. He llorado sobre alguna que otra quema agrícola y bailado sobre sinfín de piedras volcánicas. La naturaleza me aplaude pero mis vecinos me maldicen si voy por ahí dejando colillas regadas.

Recé cuando no se precisaba, pero bebí, fumé, inhalé y exhalé cuando era absolutamente mandatorio. He mentido por rectitud y estampado verdades por razones meramente recreacionales.

He escupido desde la azotea justo antes de hacer un clavado directo al sótano. He adulado falsos ídolos de la manera más atea posible. He mordido el polvo de la ironía con voracidad voluntaria hasta sangrar mis encías resentidas. He hecho pagar a aquellos que lo merecían y a quienes no también. A fin de cuentas, ¿cómo diferenciarlos?

He visto de reojo y unas cuantas veces, ese rostro que la Parca provoca. He experimentado el furor y la angustia por la idea de partir mientras degustaba una diminuta concentración de cianuro. Sospecho que, después de la tercera, le queda a uno la nuca sutilmente marcada por la hoz. O quizás haya sido una de esas personas que entran y salen de mi casa. He sido estrangulado por sábanas y apéndices de colchones solitarios. He despachado a esa visita que no me concedió la intimidad de una cama vacía. 

He caminado por la acera izquierda y por la derecha también. He robado una moneda sólo para que luego me hurtaran la billetera. He aprendido a tomarme las cosas con calma sepulcral mientras zarandeo ataúdes sin piedad alguna. He sido carne, he sido tótem, he sido esclavo, he sido Leviatán, he sido aire, he sido Casper, he sido todo y he sido hasta menos que nada.

He probado cucharadas de éxito y de fracaso sin quemarme la lengua y sin saciarme. Me he imaginado y he imaginado a otros imaginándome e imaginándose a sí mismos. He robado a la abundancia y dejado propina a esos espectaculares malabaristas de la pobreza. Y todo sin ínfulas de héroe o de villano.

He visto como todo, y digo todo, se convulsiona cuando alguien aprende el valor de nada. Aunque lanzar libros a la hoguera es, a duras penas, un paliativo para el analfabetismo, he comprendido el por qué de esa violenta sed de fuego. Nada es personal, salvo lo que es personal, aunque ni siquiera eso es tan personal. Las reglas son goma impuesta y de caducidad pronta, mas los dientes y lenguas son siempre filosos, aun sin reparar en ello.

He aprendido cómo dejar huérfanas a letras cuyos padres ya no están, y guardo silencio para exponer el hallazgo. El aprendizaje mayor: he aprendido que no he aprendido nada. Me contradigo si acepto o niego mis contradicciones. Yo sigo igual de casual e igual que siempre.

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