viernes, 29 de noviembre de 2019

kk

Que no cesen en su cacareo valiente las gallinas, mientras nos regodeamos inconscientes -el único posible modo de regodearse- en la incertidumbre de una almohada de plumas de oca.

Y en el bullicioso silencio de uno u otro sol poniente, me vi saliendo del consultorio médico. Él colgaba de su corbata, mientras un colega declaraba rigor mortis y se ajustaba la suya propia. Y yo tambaleando como un esperpento agazapado, con mi relojillo en mi bolsillo y mis reumas en las piernas, sólo y nada más porque el primero me había prescrito caminar para recobrar la facultad de caminar.

Que no se disipe ese característico olor a alquitrán y caucho quemado que van dejando los transeúntes, que humedece genitales en tanto se revuelven encandiladas las muchedumbres. El café espeso y el acervo genético bien heterogéneo.

Y de camino a casa -sólo que en dirección opuesta-, me vi entrando a un bar hediondo a cadáver y origami prostituido. Cloro y lúpulo. Cloro y lúpulo. Lúpulo y cloro. Lúpulo y cloro. El cantinero maldecía por lo bajo de su bragueta, acusando al acoso del coleto, pero yo sabía que se trataba de los clientes. No es que una cosa distara ni un nanómetro de la otra. Y cuán amarga la cerveza, pero había que perdonar al maestro cervecero. Todas las balas perdidas llevan nombre impreso, aunque el buen civil se ensimisme en su propio tiroteo western. Cloro, lúpulo y plomo. No es un clásico policíaco. Nada más la praxis cotidiana y tan democrática como la birra. Cloro, lúpulo, plomo y sangre. El calibre de Dios dibujaba su estela de polvareda seca.

Que no titubee el felino en la caza de sus primas gacelas. La sangre, comillo, el colmillo, sangre, y las manos mugre diluida en callos, y la evolución caprichosa adolescente. Si no, preguntarle al globito verde, que dejé volar en un arrebato de misericordia, en cuál rama puntiaguda o pasaje inmundo yace inconsciente de su inconsciencia. Ni lo sé ni me interesa una cabeza de alfiler. ''Nada personal'' alega el tigre, en el estrado, con su zarpa al aire. ''Nada animal, pero nada persona'' retumba en el martillo de los oídos de cada callejón, de cada esquina, de cada rincón.

Y justo antes de otro toque de queda de cardiopatía y vapores purulentos, mi máscara dérmica de perfume pirata y mis ojos y yo nos cruzamos con una princesa de vertedero, y con su neceser de locura transitoria y con las cucarachas anidadas entre sus muelas. Solamente como por antojo dulcero y directriz de ministerios kafkianos. Las garrapatillas intracraneales se trepan en una rueda mágica y la ronquera de lúpulo podrá engendrar todo un nuevo diccionario de abortos. Saqué el cuadernillo de entre mis vértebras adoloridas, pero el silencio capituló otra parcela de nada; la medida justa de un intercambio de sopores de náufrago. La virtud de la lengua soslayó a cualquier otra cepa de virtud, con toda la fuerza de su propia ausencia. Astros y estelas para soñadores insomnes. Estelas de miel, aluminio y caviar devorado por atún, devorado por el más salvaje acto de devorar. Más alquitrán y caucho quemado.

Que no se sequen con apremio suicida las hojas caídas en un mayo de torrentes filosos y palomas grisáceas, mientras los diminutos mamíferos se ajustan con el poco poliéster de caridad y recolectan, palabra a palabra, testamentos del tamaño y la textura ridícula de una nuez triste.

Y el viejo lisiado del barrio me juró, sobre el único patrimonio posible -el ajeno-, que los erizos, en su trágica idiosincrasia, se difuminan en las catacumbas de la teatralidad filibustera, y que el último regalo contracto que recibió fue un aguijón de abeja en el centro de su pecho necio. Su dermis y espinas escamosas inducían con suma eficiencia náuseas táctiles, mas sus cuadros febriles, en sus pútridas entrañas, albergaban tranvías que huían despavoridos de las lluvias perennes. Estrechamos manos, las mías de sudor pusilánime y las suyas de grasas saturadas, y me susurró con voz de delta fluvial ''ayer me gané la lotería''.

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