Llévame, sol del invierno
con muletas amarillas,
sin que ardan las astillas
anidadas en mi pecho,
al camino de regreso.
Donde se trepan los bichos,
parásitos de un hastío
resarcido en glándulas
para ser nuevas fábulas.
Llévame a mi camino.
A migajas atlánticas,
entre ecos de la quietud.
Que sea, pues, mi ataúd
de sus piedras volcánicas
y sus ventiscas áridas
que acarician barrancos
mientras el mar la refugia.
Y si llegase la lluvia,
podría ser sólo un rato.
Sol, higos, rocas y antaño.
A la metrópolis del gris
de opulentes titanes.
Bullicio y trenes retales
para pedir un lager drink
y así olvidarme de mí.
Gotas de té para lavar
de nuevo otro día más
a los corruptos beatos,
y los ángeles fregando
otras almas de la ciudad.
Las vías de la maleza.
Su esencia de ron y plomo;
quien lo toma por el pomo,
se dice nunca lo suelta.
Es volver a abrir puertas.
Verde, verde, monte verde.
Ojos que ansían verte.
Descarriados por esquinas,
deseos de marquesina;
la promesa de perderte.
Pantanos pavimentados.
Seis tragos, sidra industrial
por carreteras sin final.
Los mosquitos del verano
sobrevolando hierbajos
del sopor de los mediodías.
Exhalan melancolías
las muchachas caminando
como caimanes alados
de cuero con gasolina.
Llévame, espíritu sol,
a casa lejos de casa.
Tiéndeme por las sabanas,
por debajo de mi calor,
justo por sobre mi estupor.
Enséñame esas flores
con xilemas de horrores
que dejaren sus pétalos
y regaren sus ópalos
sobre mis pupilas ocres.
Llévame a casa
(fuera de casa).
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